Decidir por la muerte


La chola vivía en el tejado de la casa de mi abuela, el tejado de esas típicas casas rojas de dos pisos hermanadas de a ocho que repartió el dictador local a los pobres de las periferias de la ciudad, no era tan chicas como las que sus sucesores democráticos otorgaron en la década de los noventas en las nuevas poblaciones, ahora llamadas villas, que proliferaron en antiguos terrenos agrícolas. Hoy, en muchas de esas villas, la pasta base mata en vida a las niñ


as que fueron paridas y paren en el hacinamiento. Mi abuela apenas caminaba entre murallas de su anhelado hogar, tenía ochenta años cuando conoció a la cholita, hace unos veinte había podido, por fin, habitar en una casa con suelo. Había parido doce veces y le dolían las rodillas porque se descalcificó en los embarazos y porque mi abuelo siempre le pegaba en las piernas cuando se curaba, a pesar de eso, se las arreglaba para arrastrar los pies y dejarle a la cholita un plato de sobras para que no pasara hambre. La chola paría sin parar. A veces los gatitos se morían porque ella se iba y no tenían que comer. Un par de veces se los comió a penas nacidos. Nadie le decía que era mala madre, ella decidía por la muerte, porque en los tejados del barrio no había tantos ratones ni tantas abuelas como para decidir por la vida.

Despertó aturdida, no sabía dónde estaba. Le dolía la cabeza horrendamente, de ese dolor que no te deja pensar con palabras y solo te embriaga con emociones revueltas, pequeños destellos plagados de imágenes la abrumaban. No tenía explicaciones. Desbordada por el miedo, quiso levantarse, pero sus manos estaban engrilladas a los bordes de la cama del hospital, el hedor la asedió, antes de que comenzara a recordar.

En la primera imagen que se le cruzó, se veía con Violeta y Jazmín, tendidas sobre la cama, tapadas con el cubrecama rosado, era una imagen borrosa, como cuando los lentes de las cámaras capturan instantes bajo la lluvia. Esta lluvia eran sus lágrimas, las últimas antes de descansar. El segundo recuerdo no tuvo la forma de una imagen, más bien fue un dolor en el vientre, el olor a gas y a las pastillas que se tomaron para dormir.

Para las pequeñas, todo fue un juego, estaban acostumbradas a los remedios, las bronquitis que ocasionan los autos e industrias de la ciudad, las había familiarizado con los fármacos. - Nos iremos volando del mundo, despacio las tres – les contó un cuento y después susurró una canción para ayudarlas en su vuelo. Sentía alivio, esas últimas palabras emitidas, << las tres>>, la consolaban. Siempre juntas las tres, como si bajo sus brazos el amor pudiera crear un pequeño rincón dentro del espacio para verlas sonreír y poder sentir sus mejillas redondas junto a las suyas apretadas una contra la otro dándose una suavidad tibiecita llena de cariño para siempre y sin miedos.

Yo sabía que me iba a matar, muchas veces lo había intentado, después de pegarme porque no me demostraba entusiasmada cuando él me penetraba a media noche aunque yo estuviera durmiendo. Después de una paliza, la enfermera del hospital me lo dijo <>. La siguiente vez estuve una semana sin salir para que nadie viera mi ojo ¿Qué más tenía que esperar?

Aún quiero una muerte tranquila, morirme soñando, morirme dormida... a veces hasta me imagino que ella, la muerte, viene a buscarme frente al mar a esa hora en que los rayos acarician cálidamente la piel y el agua brilla suavecito bailando al son del cantar de las gaviotas. Hay días en que estoy muy angustiada y, todavía, se me aparece arrancándome de mi deseo, impidiéndome ese encuentro ineludible. Por eso me fui. Él me lo había advertido, hace tiempo: no me iba a matar tan fácilmente, yo no me merecía eso, me puso un cuchillo en el cuello y me dijo que me iba a torturar primero. Le tengo miedo a la tortura, yo no quiero una muerte ni una vida de torturas. Algunas personas la prefieren, cumple con su rol en la producción y no les importa la no- vida que simulan vivir. Mi vida ni siquiera era una no-vida en ese tiempo, ahora quizá sí. Él encerraba a las niñas para pegarme, siempre las encerraba para pegarme, amenazarme, culparme de todo lo que vivía en ese idilio prometido de felicidad permanente al que hui con él a los catorce años creyéndole mi salvador.

Le tenía miedo. Tantos años juntos. No sé cómo comenzó todo, pero, aunque no me crean, era un túnel sin salida, era lo único que tenía y al menos tenía una familia. Todos queremos una familia.

Se incorporó de una camilla, pero, nuevamente, la detuvo una esposa aferrada a los bordes. << ¿Dónde están mis hijas?>>, supo que no se habían ido a la muerte cantando y soñando, que seguían a este lado del mundo, pero dónde. Entró su mamá. A pesar de la rabia que le tenía, por haberla abandonado con su padre, sabiéndose desamparada le suplicó por sus hijas. Entonces lo supo: estaban bien, vivas: con él.

Frío.

Se fueron con él.

Lo decidí, no miré hacia atrás y no me arrepiento. Un día estaba trabajando en la máquina de mi patio, a pesar de todas las necesidades, no me dejaba moverme de la casa, no me acuerdo por qué, pero me empezó a insultar, cerré el portón porque me daba vergüenza que mis vecinos escucharan cómo me trataba y me empujó, me caí sobre mi hija, me levanté como pude y corrí, antes de que me pegara más, fui donde una vecina, le pedí su teléfono para llamar a los pacos, ella me preguntaba, << qué te pasó>>, yo le decía que no le podía contar, sentía vergüenza… insistí llamando una y otra vez a los pacos, pero nadie llegó... estaba sola, no tenía amigos, no tenía familia, volví por Paula y escuche como le decía <>. Sentí odio, intenté abrazar a mi hija y me miró asustada, me dijo: <>. Lo decidí porque estaba muriendo de a poco, incluso dudaba de poder estar muriendo. La muerte de Paula en agonía, tal como la mía, eran inevitables, no sabía que no era yo ni ninguna acción voluntaria que ideara para salvarme, mi propio cuerpo estaba maldecido hace muchos años, incluso antes de que naciera mi abuela. Muchas intentan huir, yo lo intenté, pero la marca es tan fuerte que cuesta sacarla de debajo de la piel y los huesos, de las costumbres y el cariño, aun de lo bueno que nos queda, cuesta arrancarla.

Tantas historias pensé mientras esperaba afuera del hospital fumando un cigarro o en la sala de audiencias en el tribunal. Siempre quise volver por ella, pero le tenía tanto miedo a su papá.

Los ratis, los pacos, las otras presas, que nadie sepa tu delito, las peores hembras son las que matan a sus hijos, lo peor de lo humano. Las miradas de las personas que no intentan preguntar, sabes que murmuran, desde el rincón donde duermen las mata guaguas siempre se escuchan los insultos y amenazas, escalera arriba, escalera abajo, nadie puede ser tan mala. Ella misma lo pensaba antes y tiritaba en su celda angustiada porque su secreto, en cualquier momento, podía ser revelado, las náuseas por el olor a encierro, ese tiempo que parece haberse apagado… cómo no temer al agua caliente, a las voces que aúllan que te van a apuñalar si se sabe algo mientras los pasos retumban desde el amanecer y hasta las cuatro de la tarde atrás de las rejas reforzadas del módulo dos. El módulo de aislamiento o seguridad. Nada lo justifica. Aunque otras hayan comido de ese mismo plato antes de estar en el encierro. No puedes decidir por la vida, estás sola, no puedes decidir por la muerte... esconder el secreto, porque fuera como fuera siempre es tu culpa. Y ahora ellas, también serán criadas desconociendo del dolor del que provienen. Dicen que por la sangre nos bailan las historias de nuestras abuelas, alimentando a los gatos del tejado, la historia de esa madre huyendo de quien la maltrataba a cambio de protección, aguantando día a día aquello que les pareció un mal menor o esa madre intentando llevárselas de este mundo para que no sigan bailando la misma canción por las venas cada vez que nace una persona con vagina. Violeta y Jazmín quizás nunca recuerden ese juego con el que su madre amante intentó aliviarles el dolor, quizás con qué cuentos cubrirán las caricias, el miedo y la angustia con las que las cobijó aquella noche mientras el aire se desvanecía de la habitación.

No podemos decidir ni por la vida ni por la muerte.

Hasta ahora.

Así es el amor, tienes un hogar, una familia, << deberías estar agradecida de que alguien te quiera>>, le dijo un día su tía cuando decidió confesarle algunos de los malos tratos.

- Intenté huir, mamá, como tú, pero yo no soy como tú, no podía dejarlas como lo hiciste conmigo… ejercí el comercio sexual, dos semanas, no pude más, lo hice para irme de su lado, pero no pude y volví... me sacó fotos íntimas para burlarse de eso... para amenazarme de divulgar mi historia, él sabía de mis miedo y abandonos, me decía, > Volví porque no tenía dónde ir ni cómo sobrevivir. El último año fue el peor. Si hubieras estado…

Paula no dejaba de llorar, cuando le conté que en el servicio de menores me dijeron que no se preocupara, que hiciera su vida, que las niñas ya no la recordaban, que no la necesitaban. Han pasado dos años desde aquella noche, la acompaño, intento ir a dejarle lo que necesita, escucharla, no me perdona, lo sé, siempre dice que quizá si hubiese estado ahí nada de esto le habría pasado. La escucho en silencio, sé que no dependía de mí ni de ella, yo hui de lo que nunca decidí y no me odiaré por esa fuga. Ya no.

Los actos de amor no necesitan ser explicados. El amor a una misma es el peor crimen de una mujer, el peor crimen de las personas, si nos quisiéramos no aceptaríamos ser empleados por nadie ni por nada. Si nos quisiéramos, nos cuidaríamos y construiríamos una realidad para ser felices, no nos conformaríamos con los escasos refugios efímeros que erigimos para sentirnos parte del mundo. Ni siquiera es aceptado el amor a una misma que, colmada de dolor, invita a simplemente desaparecer de este mundo.

Detrás de cada horror, hay algo que decir. Juan camina con Paula, con Jazmín y con Violeta, las va a dejar al colegio, nadie sospecha que puso un puñal en el cuello a su madre, que la violó más de una vez, que no la dejaba salir, que la amenazaba e insultaba, y los que lo saben, los que tienen en la pantalla del servicio de menores sus antecedentes de agresor, tampoco cuestiona lo bien que las cría porque es un buen trabajador y a las niñas no les falta nada, a nadie le importa cómo, despojado de su humanidad, se erigió como amo y dueño de una mujer protegido en la institución de la familia y su resguardada intimidad (<>, me decía mi abuelita) para socavar la frustración de un mundo obra de otros hombres y que condiciona a todos los que hemos sido paridos a no poder construir nada, por miedo, porque la vida se pasa en el intento de adaptarse a la situación de vida, a la miseria de los sentimientos y los materiales. Hay muchos Juanes andando por ahí tomando a sus hijas de las manos en los parques escondiendo su frustración en los bolsillos.

Mientras mi cigarro se consumía en la espera, me recordé mirando el vacío por la ventana antes de tomar las maletas y dejarla con su padre. Él, que me llevó embarazada de catorce años para cuidarme del violador que siempre encubrí, tampoco la crio, pero no lo supe hasta ahora. Todo el tiempo que estuvimos juntos, me torturó recordándome que no sabía quién era el padre de mi hija. De la hija que dejé. La que me condena. Cuando escuché su nombre y su historia aquella tarde por la televisión, supe que esa historia la que se encerraba en la cárcel era la mía y la de muchas. Tuve que volver, nunca olvidé que la parí a esta tierra. Intento estar acá para acallar a los monstruos que nos devoran. Pienso en la distancia que mantuvimos, en lo que fui y lo que fue ella, en nuestras ansias de vida, en nuestras ansias de muerte, en las peticiones de quienes quieren decidir por la muerte silenciosa en tantos hospitales, en tantas calles, cárceles y casas, en los vientres que no quieren seguir pariendo, pero paren, en las niñas que se fuman la pena molida sobre una pipa en las sombras de cualquier esquina, la muerte que puede liberar. No por nada algunas se van con una sonrisa en el rostro mirando a la cholita que anda en distintos tejados de Santiago.

Comentarios

Entradas populares de este blog

Crisis y estupidez

CRISIS