ATRAPADO POR UNA RÁFAGA DE VIENTO



La lluvia mojaba un cuerpo obeso y oscuro que estaba desforme por la caída desde un décimo piso. Era un hombre de cuarenta años que cayó desde el techo de un edificio del centro de Santiago, su identidad y las causas de la caída son desconocidas, sin embargo, se baraja la hipótesis de un suicidio…

El invierno avanzaba lento y sin prisa. Para Natacha, esa noticia era una entre los miles de patéticos hechos que la televisión hacía conocidos día tras día. La realidad que dibujaba la pantalla le era ajena. Apagó el televisor. Sus tallarines estaban deliciosos y no quería amargarlos con noticias que no afectaban el dulce correr de sus días. Se odió una vez más por ser así, pero se justificó de inmediato, convenciéndose de que tenía razón. Sólo un loco podía quitarse la vida, pensó, y eso, seguramente, había hecho es hombre. Muchas veces ella había pensado hacerlo, estrangularse o intoxicarse así que se consideró loca y sonrió.

Tenía diecisiete años y una vida envidiada por sus amigas que la veían bella, con muchos amigos y linda ropa. Vivía con sus padres y su hermano desquiciado, de quince, que tenía como única meta pintar en la plaza o en cualquier muralla vacía. Lo odiaba por raro y mudo. Aunque a veces quería abrazarlo y decirle que le enseñará cómo hacer pocos amigos que te amaran tanto. Su madre adoraba su trabajo, pero la cansaba, así que, al llegar por las noches, difícilmente tenía ánimo de hablar con ella o con Rubén. La mujer era serena y parecía odiar a su padre que vivía más en otro universo que en su propia casa. Revolvió los tallarines que podían quemar su garganta. Junto al florero vio la pulsera de su padre y la sostuvo. Era angosta y dorada, la llevaba en la diestra desde que ella tenía sentidos. Se extrañó de encontrarla ahí, la extendió cerca de sus ojos y abandonó su almuerzo. Muy pocas veces hablaba con su padre y lo amaba demasiado. Sintió pena y como una vez al mes, por lo menos, se sintió sola en un mar de conocidos… estaba vacía y cansada.

Fue al baño y se miró bella en el espejo. Tenía una suave piel trigueña, ondas oscuras y brillantes posadas en sus altos hombros, ojos grandes y pardos, angosta cintura y caderas contundentes. Teniéndose frente a ella no pudo evitar desconocerse, sonrío perfecta y muerta.

En el horizonte, una ráfaga de viento retrocedía por las calles vacías, grises y abandonadas a esas alturas de la noche. Marco la miraba. Venía, y desaparecía, se retorcía en el opaco horizonte. Las estrellas parecían ausentes sobre él. El aire pesaba, la conciencia también. La consecuencia de la ambición, antes imprescindible, no existía. Mira sus manos envejecidas, su piel oscura, su reflejo en las pupilas distantes de ayer. El tiempo pasa, las horas y los minutos lo alejan del camino abandonado. Tenía miedo. La ráfaga lo envuelve y tiembla. La noche es consumida por un último cigarrillo. La lluvia cercana era inadecuada para los perjudicados vagabundos y a los miles de ciudadanos desvelados, consumidos por deudas y necesidades que los absorben.

Hace veintidós años todo era diferente. Tenía una meta y la mayoría la compartía. Tenía dieciocho años y acababa de entrar a la universidad, el mundo se abría amplio y en todo su esplendor para él. Los jóvenes aspiraban a la “libertad” y él a un cambio completo.

Las horas pasaban, estaba cansado, se acercó al borde del techo, miró el piso, el universo lo penetró. Quiso estirar las alas y echar a volar, olvidar sus primeros veinte años que lo hicieron feliz. Poco a poco extendió sus brazos y el aire frío golpeo su rostro, el salto culmine lo aferró a la construcción. Miro sus brazos y las alas no estaban, las había perdido en el tiempo. Lloró de pie y húmedas gotas golpearon sus sueños hambrientos.

Unos espejos verdes transformaron su vida. Era de noche y su risa contagiosa lo enloqueció. Quiso aferrarse a su cuerpo para siempre y lo hizo. Su hija fue bienvenida y una hermosa razón de vida, mientras no salió de la universidad, tuvo que pedir préstamos y esforzarse para mantener a dos ángeles cubiertos de frío cristal. En un comienzo, lo nuevo no empañó su quimera, pero, al pasar los meses, se hacía más turbio el recuerdo de sus pensamientos adolescentes, cada día envejeció más su corazón y sus labios se fueron quedando en silencio.

Bajó por una angosta escalera, dirigió su rumbo directo a su auto que terminaría de pagar en un par de años más, si no se atrasaba en ninguna cuota. Las calles estaban despejadas, sólo viciosos, alcohólicos, jóvenes y prostitutas quedaban. Los miró. Miró al perro que dormía tranquilo en la vereda y lo envidió.

Habían pasado años desde que conoció a Amanda, su mujer. En el último tiempo, sus cuerpos estaban tan distanciados como sus palabras desde hace mucho antes. El deseo estaba vivo, pero en la mente no quedaba espacio para el amor, y ver las mismas caras, hacer las mismas cosas, decir siempre lo mismo no ayudaba. Amanda lentamente se estaba convirtiendo en un mueble de su casa, el más valioso y amado, pero sólo un mueble indiferente, esclava de la publicidad y de las tendencias que la hacen parecer exitosa frente a la gente.

Llegó a casa, ocupó el sillón. Los botones de control remoto inspeccionaron los canales. Programas vacíos, mujeres provocativas usadas para atraer al espectador, a posibles consumidores, largas cadenas de esclavos del mercado desfilando en una pasarela de superficialidad. A veces tenía la impresión de volver a soñar, pero luego se daba cuenta que era simplemente el eco del tiempo perdido. Cerró los ojos y durmió. Pronto su mujer se acercó y lo invitó a la cama. Pasó la noche cansado, entre nostalgias y pesadillas.

Amaneció.

Temprano por la mañana, antes de abrir los ojos oye, sin entender, a su hija.

-No me estás escuchando- logra interpretar- Gira, ya sabe lo que es. Cobranzas. Otra entre decenas. La coge y la guarda- papá, ¿cuándo vas a pagar? Me da vergüenza que en el …

-Ese es mi problema- la mira- usted no se meta.

-Pero tú no eres el que tiene que recibir el papelito y ver la cara de los inspectores todos los días.

-Mira, yo voy a ver que hago, déjame solo- le enseñó la puerta.

Tomó al fin el auto rumbo al trabajo rutinario. Cada día amanece y anochece igual. Observa a las personas aceleradas, chocándose, caminando indiferentes, sin ni siquiera dar importancia al hecho de que no están solos aquí, pueden pasar sobre alguien y no percatarse más que por los gritos del otro. Se sintió uno de ellos, de ambos.

Alguien le gritó en la cara que sus aspiraciones jamás serían cumplidas, que el mundo estaba perdido, que nada ni nadie lo podría cambiar, que intentarlo era perder la vida por una causa vana, sin sentido ni esperanza. Se odio por creer entonces y por no recordar ahora esos ideales que tanto lo llenaron. Gritó y siguió oyendo lo que renacía en él. Qué romántico fue y que triste estaba esa mañana frente al semáforo rojo y la luz que le anunció que la bencina se agotaba.

Al llegar al trabajo, los hombres gentiles reían por sus nuevas adquisiciones y conquistas. Eran más ricos mientras sus almas se acercaban más al infierno. El cambio que había esperado todos juntos en las calles no había resuelto mucho.

-Nunca hice nada por mi vida- se dijo sentado en su escritorio. Lo que alimentó su espíritu por tanto tiempo nunca vivió, las cenizas de aquello y algunos recuerdos era lo único que lo abrazaban. La oportunidad, antes negada, de gritar lo que pensaba ahora era permitida en papeles, aunque eso no resolvía mucho, pues nadie quería oír lo que la gente vivía.

No pudo concentrar su mente en los números.

No terminaba de abrir la puerta y su hija le pedía un nuevo pantalón que accedió a dar y a sumar a su larga lista de deudas. La tarjeta de la multitienda ardía en su bolsillo.

Marcos miraba a su hijo semejante a lo que fue. No recordaba haber hablado nunca nada con ese chico.

Pretendió beber café. No había, ni eso ni agua. Era otro fin de mes. Llegado el sueldo desaparecía en cuotas, el colegio particular, la ropa de marca, el adorno del living. Luego pasaba apenas las angosturas del mes con préstamos de amigos y plata de ahorros que nunca cumplían su destino. Salió a la calle con un caimán, puso sus rodillas en la tierra y su brazo derecho se sumergió en un agujero, giró y giró.

-¡Ya llegó!- gritó su hijo.

Su esfuerzo era absurdo, nada de lo que portaba lo llenaba, dudaba sentir. El amor era ya tan lejano, se sentía sin vida, Amanda vendió su alma, y sus hijos alucinaban en un mundo que no existía, en un mundo que el inventó para ellos y que ya no podía sostener.

La felicidad que le prometieron era una mentira: los precios más bajos, el auto, la casa y satisfacer las necesidades inventadas por el comercio no aseguraban nada. Todo aquello únicamente disfrazaba a los hombres y los hacía olvidar la lucha constante, la solidaridad verdadera…

La sociedad andaba por un camino oscuro repleto de objetos, las mujeres y los hombres transitaban hipnotizados, muchos otros marchaban a un costado creando otros rumbos, los del camino morían en desesperanza y una minoría importante estaba encadenada sin poder avanzar.

Advirtió la verdad entonces. Estaba haciendo zombis de sus hijos, ni siquiera les había dado la oportunidad de elegir entre el rumbo oscuro y el creado por ellos. Los puso en el camino que él eligió.

Caminó al cuarto de Rubén con un papel en la mano, el chico pintaba y oía música que ni con mayor esfuerzo entendería. Lo miró.

-Papá, quiero ser pintor- Sonrió. Marcos se acercó a él y lo abrazó. Le pasó un papel y se fue. “Rompe el círculo”, leyó el joven y dibujó un camino, el circulo… la guerra que se venía en su interior.

La siguiente salida del sol le pegó en los ojos, se desnudó y fue a la ducha. Dio el agua y estaba fría, caminó a la cocina para prender el calefón.

Sus pasos se detuvieron a un lado de la mesa y sus ojos se pegaron en el cristal de un dibujo de su hijo. Era la silueta de un hombre libre con alas en el medio de la pared sobre el sillón. Se quitó la pulsera que le regalaron cuando dejó de creer y fue sólo uno más. La dejó sobre la mesa.


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