un plato más
Estaba hablando por teléfono, enroscando sus dedos con el cable, apenas pronunciaba monosílabos y sacudía, la cabeza. María a su lado se inquietaba, preguntaba qué sucedía, no comprendía nada, aunque, quizás, lo suponía. Colgó. Él la miró y sus lágrimas cubrían un abismo interno, ella lo vio todo, calló. Nada más fue necesario. Lo supo todo en ese instante. Silencio. Ella lloró también. El teléfono volvió a sonar y su rostro se volvió piedra, conversó como si nada. Se despidió. Fue al baño, lavó sus manos y su cara. El reflejo de su rostro en el espejo lo horrorizo, pero el olor a jabón limpio la inquietud y le fascinó. Salió del baño y se acostó. Durmió, se despertó y tomó el libro que tenía en el velador. Leyó. Ella estaba a su lado en silencio, con una singular complicidad esperando, esperando una reacción, una respuesta, pero el giraba las páginas constantemente, María estaba segura de que no comprendía lo que leía, tenía la mirada perdida y sus ojos vagaban errantes por las líneas. Ella lloró nuevamente, pero ahora en silencio, él apagó la luz, se dio la vuelta y tapó su cabeza con las frazadas. Se acabó el día.
La mañana siguiente llegó demasiado rápido, casi no pegaron los ojos y de pronto la luz del sol por la ventana les arrancó sin más la remota posibilidad de atribuir la partida a una pesadilla bien configurada. No era así, los rayos del sol entibiaron la cama y como una punzada la llamada se les vino a la mente y un frío emergió desde sus intestinos que crujían de dolor y la tristeza. Aunque quizás tristeza no es la palabra correcta, porque tristeza se puede sentir por muchas cosas y esa congoja era distinta a cualquier otra pena que se pueda sentir, como un deshilarse, deshacerse, desvanecerse, de pronto sentir que las piernas no te sostienen y que la cabeza está vacía, no hay palabras, simplemente no las había, quizás nunca habrá una. Él se levantó, ella lo escuchó prepararse el desayuno, encender la televisión, apagarla televisión, prender el auto e irse como todos los días despidiéndose con un dulce huidizo en los labios. No musitó una sola palabra.
-Lo supe todo, amigo, ¿cómo estás?
- Bien- otra vez el incómodo silencio se presentó distanciándolo- ¿qué tenemos para hoy- continúo. Su colega se extrañó, aunque respondió, no quiso seguir indagando en la situación que reconocía como de tremendo pesar.
En cuanto llegó a casa, el teléfono volvió a sonar. Contestó. “Tenemos noticias…”, cortó, tomó el teléfono y lo tiró a la basura. “ ¿Quién era?”, preguntó ella, pero no obtuvo ninguna respuesta y se arrastró cabizbaja a la pieza, a mirar… mirar la nada que avanzaba por el aire vacío de esa casa. Él prendió la televisión, nunca veía televisión y las imágenes lo horrorizaron, era él en la televisión, él, su cara, su foto y palabras de desconocidos que lo retrataban distinto, bestialmente, ajeno para él que lo tuvo noches completas entre sus brazos. La apagó colérico. “No sé para qué tenemos esto si nadie lo usa”, la desenchufó y la tiró lejos. María escuchó desde su pieza, lloró nuevamente pero no hizo nada, inmovilizada abrazó una almohada y otra vez se hizo de noche.
Apareció la familia. Siempre aparece la familia. Algunos, los de siempre comparten y acompañan, los demás ¿qué querían los demás?... a penas lo conocían, apenas sabían su nombre y reconocían su cara. Cinismo. Él continuaba ausente. Se sentó a la mesa y sirvió otro plato. Se sentó a comer. Nadie se atrevió a decir algo y ante la indiferencia partieron con desesperanza, sin poder enterarse de los detalles. Eso era todo. No hubo despedidas ni ceremonias: no quedó nada que despedir. Entre ellos tampooc quedó nada, ni siquiera palabras, menos consuelo, caricias, comprensión ni amor… todo se fue aquella mañana. Él cada día amaneció igual y puso en cada comida un plato de más en la mesa. El silencio se apropió de todo. Ella se cansó, no tuvo valor ni sostén, cambió su cama a otra habitación y su piel por la de otros amantes, buscando un poco de comprensión, siempre evitando los detalles. Ni siquiera ella los conocía. Los amigos se alejaron, nunca más sonó el timbre. Él hablaba de su hijo como si siguiera vivo y siguió poniendo un plato más a la mesa. Ella se fue, se llevó todo. Los años pasaron y se acabó el trabajo. Anciano encontró la despensa vacía, cocinó lo poco que quedaba y sirvió un plato, lo puso en la mesa y dijo “espero que te guste”.
La mañana siguiente llegó demasiado rápido, casi no pegaron los ojos y de pronto la luz del sol por la ventana les arrancó sin más la remota posibilidad de atribuir la partida a una pesadilla bien configurada. No era así, los rayos del sol entibiaron la cama y como una punzada la llamada se les vino a la mente y un frío emergió desde sus intestinos que crujían de dolor y la tristeza. Aunque quizás tristeza no es la palabra correcta, porque tristeza se puede sentir por muchas cosas y esa congoja era distinta a cualquier otra pena que se pueda sentir, como un deshilarse, deshacerse, desvanecerse, de pronto sentir que las piernas no te sostienen y que la cabeza está vacía, no hay palabras, simplemente no las había, quizás nunca habrá una. Él se levantó, ella lo escuchó prepararse el desayuno, encender la televisión, apagarla televisión, prender el auto e irse como todos los días despidiéndose con un dulce huidizo en los labios. No musitó una sola palabra.
-Lo supe todo, amigo, ¿cómo estás?
- Bien- otra vez el incómodo silencio se presentó distanciándolo- ¿qué tenemos para hoy- continúo. Su colega se extrañó, aunque respondió, no quiso seguir indagando en la situación que reconocía como de tremendo pesar.
En cuanto llegó a casa, el teléfono volvió a sonar. Contestó. “Tenemos noticias…”, cortó, tomó el teléfono y lo tiró a la basura. “ ¿Quién era?”, preguntó ella, pero no obtuvo ninguna respuesta y se arrastró cabizbaja a la pieza, a mirar… mirar la nada que avanzaba por el aire vacío de esa casa. Él prendió la televisión, nunca veía televisión y las imágenes lo horrorizaron, era él en la televisión, él, su cara, su foto y palabras de desconocidos que lo retrataban distinto, bestialmente, ajeno para él que lo tuvo noches completas entre sus brazos. La apagó colérico. “No sé para qué tenemos esto si nadie lo usa”, la desenchufó y la tiró lejos. María escuchó desde su pieza, lloró nuevamente pero no hizo nada, inmovilizada abrazó una almohada y otra vez se hizo de noche.
Apareció la familia. Siempre aparece la familia. Algunos, los de siempre comparten y acompañan, los demás ¿qué querían los demás?... a penas lo conocían, apenas sabían su nombre y reconocían su cara. Cinismo. Él continuaba ausente. Se sentó a la mesa y sirvió otro plato. Se sentó a comer. Nadie se atrevió a decir algo y ante la indiferencia partieron con desesperanza, sin poder enterarse de los detalles. Eso era todo. No hubo despedidas ni ceremonias: no quedó nada que despedir. Entre ellos tampooc quedó nada, ni siquiera palabras, menos consuelo, caricias, comprensión ni amor… todo se fue aquella mañana. Él cada día amaneció igual y puso en cada comida un plato de más en la mesa. El silencio se apropió de todo. Ella se cansó, no tuvo valor ni sostén, cambió su cama a otra habitación y su piel por la de otros amantes, buscando un poco de comprensión, siempre evitando los detalles. Ni siquiera ella los conocía. Los amigos se alejaron, nunca más sonó el timbre. Él hablaba de su hijo como si siguiera vivo y siguió poniendo un plato más a la mesa. Ella se fue, se llevó todo. Los años pasaron y se acabó el trabajo. Anciano encontró la despensa vacía, cocinó lo poco que quedaba y sirvió un plato, lo puso en la mesa y dijo “espero que te guste”.
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