Tocan la ventana


Escuché que tocaron la puerta. Mi mamá insistía. No quise abrir. No quería saberlo. No podía ser cierto. Mi mente de niña se negaba a aceptar que ya no estaba. Mi mamá lloraba tras la puerta, me pedía que conversáramos, me decía que estaríamos bien si estábamos juntas, que sabíamos que esto pasaría. Yo no sabía nada. Sentía que un pedazo de mí volaba lejos, se iba para siempre. Se desvanecía y mi dolor me enfrentaba al cielo. Lloré con mi cabeza bajo la almohada, lloré todo el día. Afuera era otoño, el viento corría fuerte, las hojas de los árboles del jardín golpeaban mi ventana incesantemente. No podía dormir. Tenía frío. Mis ojos estaban hinchados, me dolía la cabeza, apenas distinguía la realidad. Sentía un vacío tan hondo en mi interior. Ni siquiera me atrevía a caminar, pensaba que si lo intentaba me caería, era sólo una sensación por supuesto. Tenía once años y acababa de morir mi padre. Mi padre que era el único ser en el mundo que me entendía y que podía compartir mis fantasías.

Había estado enfermo muchos meses, desahuciado, en la cama. Aún puedo verlo cuando paso por ahí. Sentado leyendo o mirando su insectario, ordenando algún cachureo, con los ojos cerrados escuchando música o escribiendo. Yo sabía que se iría, pero no sentí pena, estaba ahí, a pesar de que ya no salía a pasear conmigo, ni mirábamos bichos toda la tarde en el jardín, ni coleccionábamos hojas secas, estaba ahí, sentía su olor, veía sus ojos, sentada a los pies de la cama. Durante esos meses de agonía, la vida de la casa se centró en la habitación de mis padres, los tres pasábamos el día ahí, con la extraña sensación de que podía ser la última vez que nos quisiéramos tanto.

Esa noche, vinieron por mí por primera vez. Mientras sollozaba con desesperación, mientras me negaba al destino ineludible de todos, sentí el viento más fuerte y venciendo mis miedos me levanté a mirar qué pasaba, era cientos de lepidópteros, cientos, nunca había visto tantos reunidas en otoño, que volaban en torno a mí casa, la rodeaban y subían, en una extraña danza incomprensible para mí, abrí la ventana y sonreí bajo mis lagrimas, estaba ahí él, lo sentí, era como si volviera… fue hermoso. A la mañana siguiente desperté en mi cama. Me levanté imaginando que todo había sido un sueño, pero no, él estaba muerto en medio de la sala y mi madre lloraba sentada a su lado.

Nadie fue al funeral. Vivíamos los tres apartados, tan lejos de la gente, que no supieron hasta una semana después. Obviaré ese momento de la historia. Cuando mi abuela y el resto de la familia llegaron a visitarnos llenos de culpa y tratando de consolarnos. Nunca lo entendí, no estuvieron nunca presente.

En fin. A partir de ese día, las mariposas me visitaban. En la noche golpeaban mi ventana, nunca las dejé entrar. En la mañana me seguían por el patio, mientras hacía mis tareas, a veces se paraban en mi pelo y las encontraba en mi clóset. Esa extraña conducta me pareció de lo más normal con el tiempo, aunque la gente que compartía conmigo no dejaba de asombrarse. Mi mamá decía que era porque olía como flor y eso me ponía feliz. Por las noches soñaba. Soñaba que volaba junto a ellas. Soñaba que me llevaban a un lugar lejano donde estaba mi padre contento, como siempre, caminábamos, jugábamos, explorábamos aquel lugar, hasta que llegaba la mañana y el día comenzaba. Tenía fascinación por dormir. Sabía que las mariposas me llevarían hasta él y me contaría una historia o aprendería algo nuevo. Cómo lo extrañaba. Mi madre también lo extrañaba. La veía llorar mientras arreglaba el huerto, intentaba disimular, pero era imposible, a veces preparaba la mesa para tres y cuando se daba cuenta que él no estaba suspiraba, otras se quedaba pensativa mirando la luna al lado de la chimenea, ella no podía verlo por las noches como yo. Me hubiera gustado poder invitarla.

Su insectario estaba donde siempre. En los sueños siempre me hablaba de un lepidóptero extraño, yo no entendía, insistía con que pusiera atención, pero yo lo miraba encantada, como guardando su cara para el resto del día. Una noche, me quedé sola, mi mamá había ido al pueblo para cambiar algunas verduras del huerto por unos zapatos de invierno que me hacían falta, y noté que en uno de los insectario había un espacio vacío y una etiqueta. No conocía ese tipo de mariposa, eso estaba claro, nunca había visto una así. A mis cortos años sabía mucho de bichos, mi papá era entomólogo y tenía una obsesión evidente por ellos.

Fui a dormir, la comida se enfrió esperando que mi mamá llegara. Y esa noche tuve el mejor sueño de todos. Una mariposa golpeó mi ventana. Yo la abrí como siempre y entró, dio vueltas por toda la pieza, y de pronto comenzó a crecer, sus alas se expandieron, y su torax y abdomen eran más grande que yo, me asusté, mucho, me fui hasta la puerta de mi casa, ella me miró a los ojos, sus antenas tocaron mis hombros, no podía darme la vuelta, y de pronto sus alas se abrieron, botaron todas las cosas que tenía , poco a poco acercó su probóscide alargado y me succionó. Sentí cómo avanzaba por un tubo y luego estaba en un círculo húmedo y oscuro, de pronto algo inesperado pasó, empecé a ver poco a poco luz y luego mi pieza, y yo tenía antenas, seis patas y un par de alas multicolores.

Salí de mi pieza y volé. Volé tan lejos como pude, volé toda la noche, sobre el mar, sobre el bosque, sobre mi casa, podía ver mis alas en todos los reflejos, escuché miles de conversaciones, pasé sobre muchos colores y muchas personas distintas, pasé sobre mi papá que me esperaba sentado sobre una roca y me saludó sonriente con la mano, también vi a mi mamá conduciendo hasta la casa y fui a buscar a mis amigos, pero ninguno salió.

Esa fue la última vez que vi a mi papá. Los siguientes años de mi vida me obsesioné por encontrar a la mariposa que faltaba, viajé para encontrarla, leí libros y libros y nada. Yo había sido ella, mi padre la había buscado con ansias, me hablaba de ellas todas las noches. Me angustié. Debo admitirlo. Finalmente, muchos años después, me rendí y mientras hacía un pan con mermelada para mi hija sentí que algo jugueteaba en mi pelo y luego se paró en mi mano. Era ella. Nuevamente nos miramos a los ojos. La atrapé o más bien dicho ella se entregó. La puse en un frasco, La miré todo el día, poco a poco se le fue acabando el aire, sus alas se movían lento, sus horas de vida se extinguían frente a mí, y comprendí que no podía detenerla a mi lado, que nada era para mí, que ella tenía su propio camino y que era absurdo querer apropiarme de su belleza.

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